EL DESCONOCIDO DEL BAR


Quería volver a sentirse de nuevo fuera de sí misma. No pensar en nada, perder el mundo de vista. Se había propuesto vivir un fin de semana tan sólo con los sentidos. Tan sólo quería alejar, al menos durante horas, ese sentido común al que se tenía tan acostumbrada. Para conseguir su propósito, había organizado con todo lujo de detalles su excursión hacia dentro de sí misma.
El primer paso fue organizar un viaje a otra ciudad, cambiar de escenario, cambiar las personas que rodeaban su entorno. En realidad sólo necesitaba una persona para que investigara los vericuetos de esa vida que gritaba desde hacía tiempo y que luchaba por emerger desde cualquier rendija de su cerebro. Sí, cerebro. Sus deseos estaban ahí. Los sueños también, y los ideales y los proyectos. Pero esos ahora no contaban. Sólo abrigaba la esperanza de prescindir de "lo razonable", lo previsto. Porque lo previsto cuando una organiza una aventura es alejar lo más posible del centro de operaciones la culpabilidad. Siempre está ahí, con su espada de Damocles esperando, rezagada.
Cogió el coche  a última hora del viernes después de trabajar. Ya había dejado la maleta preparada en el recibidor. Así que cuando llegó a su casa, sólo tuvo que coger las llaves y una bolsa en la que sólo había incluido una bata de raso verde (un verde esmeralda inédito en su vestuario), un par de bragas blancas con sus equipos de sujetador, unos pantalones tejanos blancos y dos blusas de cuadros. Todo nuevo. Se lo había comprado en una tienda que estaba a punto de cerrar situada a dos manzanas de su trabajo. No se olvidó de coger la cartera con la documentación, las llaves del coche y las llaves del apartamento que había alquilado al lado de la playa. El camino hacia el parking se le hizo largo, porque caminaba muy despacio para no perderse ni un segundo de sus premeditadas horas de perdida su conciencia.
Se subió en el coche y arrancó rápido, relajada, sintiendo el volante que se deslizaba suavemente por sus manos. Al salir a la calle se dio cuenta de había empezado a anochecer. En ese momento puso en marcha la cinta que ya estaba puesta en el cassette. Un estruendo de trompeta desgarró el pequeño habitáculo, al tiempo que el sordo ruido del motor de su vehículo se encaminaba cadencioso entre las calle y el escaso tráfico del mes de agosto. Mientras cambiaba las marchas, su cuerpo se  relajaba y el rictus de su cara se aflojaba placenteramente. Primera, segunda, tercera...  al poner la cuarta ya había salido a la autopista. Se situó en el carril de la derecha y no se preocupó de los coches que se apresuraban a adelantarla con maniobras rápidas y precipitadas. Qué prisa tienen.....
Cuando la música dejó de sonar en el cassette de su coche, empezó a reconocer la calle en la que se encontraba el apartamento que había alquilado hacía apenas una semana. Primera puerta pintada de verde, segunda puerta pintada de azul, tercera puerta pintada de un amarillo pálido que le recordaba el sol del verano... aquí es.
Vio que delante del pequeño jardín de la entrada había aparcada un coche con una matrícula muy antigua. El faro de la izquierda estaba roto, y la pintura roja había dejado paso a unas pequeñas heridas oxidadas. Este era el coche de aquel muchacho que había conocido un mes atrás en un pequeño bar. En aquella ocasión vestía aquellos pantalones negros, rotos (¿intencionadamente?) a la altura de la rodilla... y ahora también. Estaba allí, junto a su coche, esperando que viniera a abrirle la puerta. Para la ocasión se había puesto un jersey sobre su cuerpo desnudo y llevaba las manos en los bolsillos. Ahora no sonreía. Llevaba rato esperando y la impaciencia había dejado rastro en su cara.
Ella aparcó el coche en el hueco que quedaba delante de la puerta de la casa y bajó lentamente. Se paso la mano por el pelo para quitárselo de los ojos y no sonrió tampoco. Al abrir la puerta trasera para coger su equipaje notó un soplo de aire cálido en su nuca. Cerró la puerta, se giró y vio unos labios húmedos a la altura de sus ojos. Caminó unos cuantos pasos, abrió la puerta y dejó la maleta en una silla.
El apartamento tenía pocos muebles. Una mesa en el centro y cuatro sillas; un sofá enorme y mesa pequeña en la que podía verse algunas revistas. A la derecha podía verse una puerta. La abrió y vio una enorme cama cubierta con un edredón hecho con cuadros de muchos colores. Cuando estaba pensando en lo agradable que era aquella estancia, sintió que unas manos enormemente fuertes la agarraban por la cintura al tiempo que se le agitaba la respiración y los pechos se le hinchaban tanto que sentía el sujetador como unas tenazas.
Dejó que él le quitará el jersey que se había puesto limpio por la mañana, pero que en esos momentos sentía pegajoso y con todos los olores del día. Dejó que le quitará la falda y las bragas. Ella se quitó el sujetador y dejó que sus pechos aprisionados salieran temblorosos y excitados. Espero que aquellas manos morenas hundieran sus dedos en sus pezones, haciendo círculos pequeños mientras se dejaba caer en la cama, entre aquellos cuadrados de colores que se incrustaron en su espalda. Mientras la boca húmeda engullía como una caramelo simultáneamente un pecho y el otro, desabrochaba la cremallera del pantalón negro ajustado, librando un pene brillante y erguido que se disparaba hacia su vientre que se hinchaba y deshinchaba como un flotador blando y caliente que suplicaba ser palpado con fuerza. De su garganta salían  sonidos entrecortados. Era una queja, un deseo de sentirse aplastada bajo aquellas manos sabias que recorrían todo su cuerpo.
Sabía qué hacer, por eso ella dejó caer sus manos hacia los lados y dejó que él lamiera toda su superficie mientras notaba su sexo ardiendo entre las piernas. No sabe si paso mucho o poco rato hasta que recorrió la espalda sudorosa y agitada de aquel desconocido que ha había decidido introducirse en su vulva. Fue directamente, cogiendo sus caderas con fuerza e introduciéndose con decisión, hasta el fondo. Oía su respiración fuerte y acompasada, siguiendo el ritmo vigoroso. Cuando creía que el mundo se había puesto a su favor y que iba a explotar, él salió con fuerza de su vagina que se deshacía por el roce vertiginoso. Al sentir la ausencia de ese pene prodigioso dentro de ella, dejó escapar un entrecortado suspiro al tiempo que sentía como él la cogía con dulzura y giraba su cuerpo. Sintió el olor suave del edredón sobre su cara mientras él la penetraba de nuevo, decididó, hasta el fondo. Ahora sentía sobre sus glúteos la caricia suave del vello de su pubis y los testículos que acompañaban al pene en cada acometida. De nuevo su clítoris empezaba sentir que estallaba y de nuevo él salía inesperadamente.
Nunca hasta el momento, aunque lo hubiera pretendido había dejado que su cuerpo pidiera a gritos ser penetrada. Palpitando, dejando que, al relajarse, vibrara hasta el último rincón de su anatomía. Sin hablar, él la deslizó hasta el suelo. Estaba frío y el contraste la llevó a gemir con más fuerza. Él acarició de nuevo la piel tirante de sus pechos hinchados, hundió su lengua en los pezones una y otra vez para que los músculos de su pubis dejaran abrir aún más sus piernas. Entonces sintió que él se introducía blandamente, con movimientos lentos y cadenciosos. Apoyaba las manos en el suelo mientras se movía encima. Ella sentía que la respiración se le ahogaba en el pecho. Por primera vez, en no sabía cuanto tiempo, sonrió y sintió una fuerte sacudida, respiró hondo y le dijo: "gracias".
El desconocido del coche rojo, de matrícula antigua, lanzó un largo suspiro y se dejó caer a su lado en el suelo. Después se levantó lentamente y se vistió. Fue entonces cuando vio salir del bolsillo del pantalón negro y ajustado un sobre en el que podía verse el logotipo de la empresa de su marido. Él lo cogió, se lo dio y también un recibo que tenía que firmar. Ella se levantó y, con un lápiz que había en la mesilla al lado de una libreta con escasas hojas, hizo un garabato.
-Lo siento, no sé dónde he dejado el monedero.
Él respondió:
-No importa.
Se fue. Cuando sintió el golpe de la puerta al cerrarse, ella abrió el sobre.
"Lo siento, no he podido escaparme. Llegaré mañana. Menos mal que, Pedro, nuestro mensajero, vive aquí cerca. Te recompensaré. Sé cuanta ilusión te hacía esta escapada. Luís"

M.